Lhaka, la textil wichi que se adapta a la pandemia cosiendo barbijos en el chaco salteño
La cuarentena obligatoria supuso un desafío para este emprendimiento social que da trabajo a aborígenes de Salta condenados a la indigencia. Un mes después encontraron la salida y ya cosen barbijos en serie.
“Taller textil comunidad San Ignacio de Loyola. Se puede”. El mensaje se lee en las paredes internas de un galpón rodeado de monte y silencio ubicado a 14 km de Hickmann, Embarcación, cerca de la frontera con Bolivia y Paraguay. Allí, al resguardo de temperaturas que habitualmente superan los 45 grados, funciona una fábrica de indumentaria que emplea a 30 personas y se comercializa con la etiqueta Lhaka, prenda wichí.
En marzo, el régimen de aislamiento social obligatorio decretado por el gobierno ante la pandemia del coronavirus supuso un golpe para esta pequeña cooperativa de trabajo, un oasis en la región más postergada de la Argentina, donde el trabajo formal no existe, el acceso al agua potable es una quimera y la exclusión social de indígenas y campesinos alcanza niveles alarmantes. Pero un mes después encontraron la salida para volver a encender las máquinas, producir y ayudar.
El primer encargo que recibió Lhaka (“nuestro” en wichi) son barbijos. Tienen que hacer 1.000 por semana y ya comenzaron a cortarlos sobre paños de algodón y viscosa con lycra. Los primeros serán para empleados de la distribuidora de energía de Salta, EDESA, y las tandas siguientes alimentarán una demanda creciente: en buena parte del país su uso ya es obligatorio para la población en general. En esta etapa también coserán 8.000 prendas diversas a pedido de una cadena de hipermercados y una tienda grande del noroeste del país.
Para conservar buena distancia entre las máquinas de coser de la pequeña planta productiva y cumplir con las pautas de higiene y desinfección que piden las autoridades sanitarias, decidieron repartir el trabajo en tres turnos diarios.
Fuera de la fábrica, el aislamiento se cumple en toda la comunidad de Loyola, ubicada a 14 km de Hickmann y a 80 km de la ciudad más cercana: Embarcación. El cacique, Dino Salas, lleva el registro diario de ingresos, egresos y posible mapa de contactos riesgosos en esta aldea de 130 familias, por el momento libre de Covid-19.
Salir del asistencialismo
Lhaka produce ropa femenina casual, urbana y también elegante, sin el color local típico de los diseños artesanales indígenas. El objetivo de la empresa no es identitario sino económico; que la cooperativa se sostenga como fuente de trabajo para las próximas generaciones, en una zona históricamente hundida en el abandono.
Catalina Rojas, una trabajadora social de 37 años que coordina el trabajo, dice: “Más que un proyecto romántico, nos propusimos hacer algo real, que aportara una solución concreta. Producimos lo que pide el cliente, el mercado. Si un día nos piden cosas con más brillo porque está de moda, las hacemos. Es así como logramos ser sustentables y evitamos depender de intermediarios que nos ayuden a vender por una cuestión de caridad o asistencial”.
Antes de avanzar con este proyecto productivo, Rojas estudió la cruda realidad social de la comunidad, un cuadro de malnutrición, enfermedades asociadas a la falta de higiene, problemas de atención temprana de la salud y una gran necesidad de trabajo. Para abordar esto último tuvieron varias ideas. Primero hicieron una fábrica de bloques para la construcción, pero no era sencillo para las mujeres y el agobiante clima también jugaba en contra. Después intentaron vender artesanías, pero no era sustentable: requería siempre de una organización que los financiara. Así llegaron a la textil, que tuvo una inversión inicial baja, permite integrar a mujeres y hombres, jóvenes y mayores, y resulta rentable.
El impulso inicial lo dio Aldo Navilli, un ejecutivo de la empresa Molino Cañuelas que conocía a Rojas e inicialmente financió el cien por ciento de la materia prima de Lhaka. Hoy estas prendas llegan a las góndolas en hipermercados y tiendas del país (compiten con talleres textiles de Buenos Aires) y también a locales chicos de algunas capitales.
La empresa cumple un rol social clave en una comunidad que vive al margen de toda producción. Los wichis suelen sobrevivir de la pesca, la caza y la recolección; los criollos que habitan la misma zona hacen ganadería a pequeña escala; y todos dependen de ayudas estatales. Una rutina fabril es toda una novedad en una zona donde jóvenes y mayores padecen la falta de educación, de empleo y de oportunidades para valerse por sí mismos.
“Todo el tiempo otros caciques nos llaman y nos dicen: ‘Nosotros también sabemos trabajar. Nosotros también podemos trabajar’. Quieren tener una moto para venir a trabajar acá o incluso mudarse”, dice Rojas. “Nos gustaría que esto fuera replicable en otras comunidades. Si consiguiéramos algunas exenciones impositivas, por ejemplo, sería más fácil, tendríamos más margen. Pero con esta prueba piloto nosotros hemos demostrado que se puede. Hay muchas formas de trabajar y ésta es una”.